ESEQUIBO: LA VERDAD NOS ASISTE | Alexander Torres Iriarte
Venezuela continúa trabajando para hacer valer la verdad histórica y su derecho sobre la Guayana Esequiba. | Foto: Cancillería de Venezuela
Este artículo de opinión fue tomado de la
página web telesurtv.net del 06Abr2023
por Alexander Torres Iriarte
historiador, docente, escritor y ensayista venezolano
El Esequibo, desde la formación misma de nuestro territorio con sus asedios coloniales e imperiales, es un territorio histórico y jurídicamente venezolano, verdad que quieren negar y han negado nuestros vecinos de la República Cooperativa de Guyana, hoy subordinada a oscuros intereses trasnacionales de centros de poderes mundiales.
Venezuela desde su fundación ha sido víctima de intereses coloniales e imperiales? ¿Después de nuestra Independencia y a lo largo del siglo XIX saltamos del salten para caer en la candela: salimos del coloniaje español para caer en el imperialismo británico y en las ansias expansionistas estadounidenses? ¿Un chanchullo de los países poderosos en 1899 nos despojó de casi 160.000 kilómetros cuadrados? ¿La confesión de un hombre antes de morir desenmascaró una componenda contra Venezuela? ¿Cuál es nuestro instrumento jurídico por excelencia para tratar la disputa territorial con la vecina República Cooperativa de Guyana?
Más allá de lo que tradicionalmente se cree, la problemática limítrofe de Venezuela con Guyana es tan antigua como nuestra conformación propiamente dicha. Con la invasión española arrancaba un interesantísimo expediente de ocupaciones y reclamos de un lugar que históricamente ha sido venezolano. Desde 1499 la corona española hacía valer su dominio desde Cabo de la Vela en el occidente, hasta el río Esequibo al oriente. Con muy pocas variaciones, prevaleció este acuerdo limítrofe. Sería mucho más tarde, en 1626, que llegarían por primera vez los holandeses dispuestos a hacerse de los recursos del llamado Nuevo Mundo, situándose en la margen derecha del río Esequibo. Pero producto de la dinámica hegemónica de los imperios emergentes en búsqueda de materias primas, Gran Bretaña entraba en el forcejeo contra España y Holanda por estos apetecibles territorios. Tanto así que, en su arrollador desarrollo económico y bélico Gran Bretaña para 1797 se había apoderado de la Isla Trinidad y Tobago, antes posesión española; y para 1814, menos de dos décadas, ya había saqueado a los holandeses de Berbice, Demerara y Esequibo. Si bien este “traspaso” de Holanda a Gran Bretaña estuvo sujeto a un Tratado, en ningún momento se establecieron los límites de la región.
Si en 1814 los británicos se apoderaban de parte del Esequibo con mayor determinación, tres años antes ya Venezuela había declarado su Independencia, el 5 de julio de 1811. Desde el principio de nuestro acto fundacional se estipuló que el territorio de la República de Venezuela era el mismo que el de la Capitanía General de Venezuela de 1777, división político-administrativa que comprendía la provincia de Guayana. Es aquí que se aplica por primera vez el llamado “Utis possidetis juris” (Como has poseído, así poseerás). Por cierto, ha sido este principio “Utis possidetis juris” que ha determinado la fijación de nuestras fronteras nacionales a largo de nuestra historia republicana.
No obstante, la embestida británica no se dejó esperar. Un discurso cortés contrastaba con irrupciones al margen de la ley e inclusive en la época de la República de Colombia, pese al reconocimiento británico de nuestra emancipación. Era el comienzo de una carreta expansionista de un imperio hambriento del río Orinoco debido a su importancia estratégica, afán de dominio que aumentaría una vez que se descubriera, al poco tiempo, los ricos yacimientos auríferos del Yaruari venezolano.
Todo nuestro siglo XIX -paréntesis de luchas sociales, caudillos, oligarquías y personalismos-, pese al esfuerzo respetable de algunos políticos, académicos y diplomáticos, lo podríamos resumir como una centuria del criminal arrebato de nuestro Esequibo.
Desde 1834, la frontera oriental venezolana empezó a experimentar alteraciones cuando el naturalista prusiano Robert Hermann Schomburgk, tarifado de la Real Sociedad Geográfica de Londres, ejecutó una improcedente demarcación, llamada línea Schomburgk, que iba desde el río Moruca hasta el río Esequibo, esto era, 4.290 km² menos de territorio venezolano. Cinco años más tarde, el mismo Schomburgk bosquejó una segunda línea llamada Norte-Sur, avanzando 141.930 km² hacia territorio venezolano, al fijar un nuevo límite desde la desembocadura del río Amacuro hasta el monte Roraima y desde aquí hasta el nacimiento del río Esequibo.
Con gran cinismo, el explorador Schomburgk calibró a las bocas del Orinoco y sobre todo Punta Barima como “las llaves de Colombia”. El Gobierno venezolano refutó vigorosamente ante las autoridades inglesas la presencia de este naturista, exigiendo al Gobierno británico ordenar al explorador desbaratar una cantidad de postes que había levantado arbitrariamente en nuestro territorio. En 1850 se firmaba un acuerdo en el cual ambos Gobiernos se comprometían a no ocupar el territorio en disputa que comprendía desde la línea trazada por Schomburgk hasta el río Esequibo. Este acuerdo se mantuvo vigente con sus altibajos hasta que 1897 cuando se materializó el Tratado Arbitral de Washington DC, preámbulo del Tratado Arbitral de París de 1899. No obstante, los británicos no cejaban en su intento de apoderarse de los recursos auríferos de la Cuenca del Yuruari, asimismo, no escondían su avaricia sobre el Orinoco y los recursos ganaderos apureños.
Para 1887 Gran Bretaña publicó un mapa con fronteras que abarcaban 168.000 km² al oeste del Esequibo. Sus apetencias se extendían a Villa de Upata, con el objetivo de englobar las minas del Callao, Nueva Providencia y otras ciudades. La mira seguía siendo el Orinoco.
El Gobierno de Antonio Guzmán Blanco rompió relaciones diplomáticas con Gran Bretaña en un ambiente de posible invasión. No olvidemos que hablamos de una potencia militar e industrial que amedrentaba a una nación aquejada por guerras intestinas e incesantes crisis económicas. Fue en este contexto que, ante el estancamiento de los acuerdos y las acciones violentas de los británicos, el Gobierno venezolano de turno decidió unilateralmente recurrir a su par estadounidense a fin de que tratara de intimar a Gran Bretaña en la búsqueda de una solución a la controversia.
1895 es el año de desempolvar la Doctrina Monroe, aquella instituida por el presidente de Estados Unidos James Monroe en 1823, que reza “América para los americanos”. De esta manera, el secretario de Estado Richard Olney -siguiendo las directrices duras del Presidente Grover Cleveland- obligaba a Gran Bretaña a un arbitraje por el caso de la Guayana Esequiba. Los norteños decían no tolerar la usurpación de territorio venezolano. Era el modo como el “Águila Americana” le latía en la cueva al “León Británico”. Toda una lucha interimperialista.
Sin embargo, no todo para nuestro país fue a pedir de boca. La protección estadounidense tenía su agenda oculta. Para 1897, en el Tratado Arbitral de Washington D.C, las dos potencias más importantes de la hora, EE.UU. y Gran Bretaña, convinieron aplicar a Venezuela un Tratado de Arbitraje por el caso de Guayana Británica “bastante singular”. Participaron dos jueces británicos representando a Gran Bretaña -Richard Henn Collin y Charles Russel-, dos estadounidenses representando a Venezuela -Melville Weston Fuller y David Brewer- y como presidente del Tribunal Arbitral estaba el canciller ruso Federico Martens. Como uno de los abogados de la defensa de la parte por Venezuela se hallaba el abogado estadounidense Severo Mallet Prevost.
La ausencia de venezolanos en este tribunal tenía un trasfondo racista, era el explícito cumplimiento de un compromiso anglonorteamericano: tras la obstinación de Gran Bretaña de que ningún funcionario suyo se sentaría al lado de “indios bananeros con olor a trópico y hombres de color semibárbaros”, insólitamente no participaron venezolanos en las discusiones, siendo nuestro país parte principal de la disputa.
Ocurrió lo predecible. El escenario definitivo sería Francia, allí se trasladaba el jurado para dar la sentencia final. El 3 de octubre de 1899 el tribunal, por decisión unánime, falló a favor del Reino Unido luego de sesionar durante escasos seis días continuos de los tres meses que disponían según lo contemplaba el Tratado de Washington D.C. El dictamen fue favorable a Reino Unido al conceder el territorio denominado por Venezuela como Guayana Esequiba de 159.500 km², al oeste del río Esequibo, a despecho todavía de los ingleses que ambicionaban las bocas del río Orinoco.
Desde el principio el rechazo de una Venezuela encendida por las querellas civiles fue total. El arbitraje desnaturalizaba el derecho internacional. Al ser una decisión que desconocía una de las partes fundamentales, entonces el “veredicto” quedaba viciado de nulidad. Igualmente, los jueces Brewer (estadounidense) y Martens (ruso) revelaron ante un testigo presencial, el funcionario británico Charles A. Harris, que la decisión había obedecido a “compromisos”.
Varias décadas del siglo XX le costó a Venezuela para hacer valer la verdad histórica. Distintos momentos y lugares sirvieron de escenarios para la denuncia y el justo reclamo. En este largo camino de hacer justicia son emblemáticos dos acontecimiento: el Memorando de Severo Mallet Prevost de 1949 y la denuncia de Venezuela ante la ONU en 1962, respectivamente.
En 1949, medio siglo después, salió a la luz pública el escrito que objetaba la validez del Laudo Arbitral de París de 1899. Con carácter post mortem, Severo Mallet Prevost hizo publicar un documento escrito por su puño y letra cinco años atrás, en el cual desnudaba toda una componenda política. Mallet Prevost dio testimonios valiosísimos con detalles -para el momento inéditos- de personajes, diálogos y situaciones que invalidaban un medida sesgada desde su origen. Este documento valdría a Venezuela como una de las diferentes fuentes para elevar una acusación formal contra el Laudo Arbitral de París de 1899 ante el mundo.
En este marco es que Venezuela denunciaba la decisión del Tribunal Arbitral de París de 1899 ante la ONU, en 1962. En esa contundente imputación Venezuela ponía los puntos sobre las íes -acusaba el exceso de poder por decretar libertad de navegación sobre los ríos Amacuro y Barima; la presentación de mapas adulterados por parte de Gran Bretaña; la ausencia de Motivación en la decisión arbitral; la línea fronteriza impuesta a los jueces por el Gobierno británico; la coerción a los jueces para aceptar la demarcación británica, etc.- demostrando lo amañado del proceso.
Los argumentos a favor de Venezuela fueron tan irrefutables que la ONU declaró que los Gobiernos de Venezuela, Reino Unido y el de su colonia de Guayana Británica -que se independizaría cuatro años después, en mayo de 1966, llamando ulteriormente República Cooperativa de Guyana- debían iniciar prontamente un examen de la documentación de cada una de las partes concernientes al asunto.
Encuentros con delegaciones e intercambios de expertos demostró lo obvio: la nulidad del Laudo Arbitral de París de 1899 y la necesidad de replantear el entuerto. El careo de especialistas trajo como consecuencia el Acuerdo de Ginebra del 17 de febrero de 1966, instrumento aún vigente en el que ambas partes deben hallar un camino práctico para una solución satisfactoria del litigio.
Sin lugar a dudas, el Acuerdo de Ginebra de 1966 es el documento único e inestimable para la negociación del Territorio Esequibo. El Esequibo, desde la formación misma de nuestro territorio con sus asedios coloniales e imperiales, es un territorio histórico y jurídicamente venezolano, verdad que quieren negar y han negado nuestros vecinos de la República Cooperativa de Guyana, hoy subordinada a oscuros intereses transnacionales de centros de poderes mundiales.
Alexander Torres Iriarte
historiador, docente, escritor y ensayista venezolano.
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